Nota: este texto es resultado de un
ejercicio intertextual con Esta maldita
lujuria de Antionio Elio Brailovsky.
La culpa, señor,
la tiene esta maldita apatía. El diablo se disfraza de régimen y los árboles gigantes
ya no arden en nuestras entrañas; el carbón es un combustible que pide aire; el
aire pesa lo mismo que el hierro que imaginó la fundidora, el aire es rojo,
alguien respira y sus bronquios se vuelven brea, resulta que el continente
experimenta la neumonía del pistón.
Porque la historia verdadera de la
conquista de América no la escribió España, ni la hicieron los que se llenaron
los pómulos de plástico fundido, comprando votos y dignidades, y aún una banda
de colores para su ánimo. Esta historia, señor, la hizo un soldado que se llama
Pronombre personal y la única persona es la segunda. La verdad está en nuestra
voz, sólo si la voz no pretende títulos y honores, si se permite volverse
partícula y ser una línea transparente que flote con curiosidad, que aprenda
que la gravedad es aguda.
El rey nunca vendrá al Carmen de
Patagones, ni a la Ciudad de México, ni a la Islacristal, ni a la Penínusula de
los Arietes. El rey flota como una almohada imantada y se asusta de sí mismo,
el rey es tartamudo y es loco, y cuando el centurión se voltea, vuelve a la
normalidad y se arranca la quijada. Sus dientes son semillas que lloran; la
ceiba que le crece tiene espinas de metal.
Aquí está, cambia. Miraos las manos,
César: ¿no son del color del fluido? Escuchad, majestad: ¿no habláis un idioma
ininteligible a los españoles y a los indios? ¿Qué vela que entre por qué río
estáis esperando? Nunca llegará. ¿Qué corsario os habló de una tierra que era
mujer y que su vello era la enredadera que tomaría vuestra cabeza y se la
hundiría en la vulva? ¿Qué harás cuando las paredes de carne se precipiten
sobre vos, hombre minúsculo? Colapsarás y vuestra testa se encontrará con
vuestra cola; vos serás el óvulo fecundable, crecerá en vos, sobre vos, algo
parecido a la vida.
Los escritores, ¡oh! César, son
hombres extraños e inseguros. Quizá deben pasar largas horas antes que escojamos
la ropa que llevarémos a nuestro entierro, quizá la prisa nos haga ponernos
zapatos de diferente par, sombreros de periódico, perfume hecho del orín que se
guardó para el análisis clínico, sal en nuestras sienes, algún maquillaje que
adelante el trabajo del embalsamador.
Esto nos está pasando, ¡oh! César,
con las ilusiones que trajimos de nuestro lejanísimo escaparate, de nuestro
cercano monitor. La pantalla se hace turbia y el chorro que
sale de los contornos engañosos nos hace morder las manos de rabia. Una ciega
lentitud nos tumba en este desierto performativo y nos hincha, es el aire de
este inútil confín.
II
¡Muy grande
César! Bienvenido a vuestras tierras. Necesitamos la muerte, el derrumbe, el
fracaso. Corresponder; hacerle caricias a una calaca cualquiera.
Una calaca soba a otra calaca, la primera se deshace y el polvo se eleva trece
veces, hace que el cielo se pinte de amarillo y llega el pensamiento: ¿el smog será en realidad partículas de nuestros huesos? ¿No será que en
realidad respiramos el propio azufre?, ¡oh! César, morir es respirarnos a
nosotros mismos; morir es un pleonasmo desobediente; es dejar que algo de
afuera penetre y pensar que un arcaísmo es arcaico en la medida que el
arca pese lo suficiente y nos hunda ahí donde la presión rompe nuestros pulmones.
III
<<No os vayáis
de casa>>, os dijeron. <<Lejos los animales son
monstruosos.>> Y vos dijisteis que teníais miedo de los leones, habíais
leído que allá afuera viven los pájaros nocturnos, los que se visten de hombres
de cabellos de oro y firman con los verdugos y los prestidigitadores. Os habían
dicho de las serpientes y los cocodrilos que hacen hoyos en la tierra, y de los
buitres que beben de una botella de plástico y cuentan chistes sobre los hombres-mono y el lobo-hombre. ¡Oh!, gran César, las enciclopedias os
contaron de un Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que tenía el miembro minúsculo y
hombros de indio norteamericano, que robó una piedra mágica a una vieja
hechicera para hacer crecer su virilidad, luego su sexo se hizo tan grande que
lo llevaba en carretilla y ahora persigue a las muchachitas entre avenida del
Trabajo y Congreso de la Unión. A vuestros oídos adornados con guirnaldas y
audífonos Bosé había llegado el rumor
de unos bufones que le gritaban a lo eterno: <<¡Dura! ¡Come de mi
mano!>>, como si los zoológicos
fuesen pistas para atletismo. Pero no queríais ir a conocer a las bestias,
preferíais creerle a la lechuza que vigila desde el árbol y que os advierte con
voz distinta: <<¡Huid, huid, huid!>>
Huid, pues, Césares, perseguid la
mañana en monopatín o en banda ancha. Total, la melancolía se esconde detrás
del sol. Vosotros sabéis a lo que me refiero.
IV
<<Estas
manos jamás tocarán la tierra.>> Dijisteis con orgullo inglés.
<<Estas paredes deben engrosarse, estas torres deben ser más altas, estos
techos dorados deberían reflejar más luz, este templo debería dedicarse al
plástico, este ídolo de petróleo debería oler a pino. Ve, must be. No vaya a ser que un día los españoles dejen de buscarnos
y entonces, ¿qué será de nosotros, hijos del diablo?>> Porque América es
diabólica y sus hijos tienen los ojos volteados. América tiene miedo de abrirle
la puerta al granizo, América tiene miedo de leer el presente.
<<Europa, por otro lado, es
Dios. >> Oí que vuestra majestad decía casualmente en el pasillo de una
barraca. En el periódico, mientras tanto, la bolsa se llenaba de gusanos y se
desfondaba de lodo. Un montoncito de tierra seca sintió crecer en sí un árbol.
Yo os entiendo, majestad. Es cierto que
el suelo de América arde; es cierto que el frío cuartea la piel; es cierta la
bala, y el gel, y la sonrisa de las modelos, y el grito de la mujer en la
pornografía; es cierto el acuchillamiento; es cierto que un guardia de
seguridad huyó de Guadalajara porque le voló la tapa de los sesos a un fulano
con un bate de béisbol; es cierto que el guardia ahora se hace pequeño con una
caguama vacía enfrente, y es cierto que Tin Tan le cuenta un chiste para que se
alegre; también es cierto que esto no es Sudamérica y aquí la geografía nos
sofoca, de este lugar no es la costumbre del viento y sí la de la incubadora de
demonias, sí los hijos de papel enmicado.
V
La culpa,
señores, la tiene esta maldita apatía de buzón de correo y esta velocidad de
libélula sin ala. Uno, cloch, dos, cloch, tres, cloch, cuatro, cloch,
cinco, cloch, seis, y el autobús se parte horizontalmente;
el cráneo de los niños muertos escupe líquido acedo.
La Ciudad de los Césares es muy cómoda, con tanto I-tú, I-yo, I, I, I.
Con postales para recordarnos del desierto, con agua caliente y fría, e
inversión privada, y aborto a los dos meses, y sinónimos, y antónimos. No
esperen que los billetes los defiendan de la lluvia de materia gris, ya se les
caerán los trozos de papel el día que los anaqueles escupan su Oda al canto de Caligolpe, la fea, que
conquistó el país de los delfines con fragmentos del tipo “La vida es un
pájaro con un seno que gotea por la corola, donde un rayo maltrecho cae. El
pájaro es conducido por un joystick.”
Sin embargo, repito, yo os entiendo: aquello del imperativo categórico,
las pastillas honoríficas, la razón legisladora y la pasta de dientes; aquello
de la teología y la deontología. La Ciudad de los Césares es el paraíso, la
brillantez del oro no hace sombras, es más fácil escribir siendo responsable de
la palabra. Mas, señores, no olvidéis vuestros apuntes: tras la muerte, la
sombra puede regresar a la superficie terrestre para dañar a los que no
observan las normas naturales. Mejor hagamos caso a las recomendaciones:
matemos los sueños, que cuando son reales devienen en pesadillas, destruyamos
la Ciudad de los Césares, antes que la guerra se salga de su lugar y llegue
hasta aquí.
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